—HISTORIAS Y SUCESOS—
ASESINATO DE JORGE ELIÉCER
GAITÁN
Jorge Eliécer Gaitán Ayala primero se tambaleó, levantó
los brazos y abrió las manos, buscando asirse de alguien, hasta que se derrumbó
de espaldas sobre la acera occidental de la carrera 7.ª frente al número 14-35
del edificio Agustín Nieto, donde tenía su oficina.
Acababa de bajar con un grupo de amigos que le seguían celebrando su victoria
jurídica como abogado defensor del teniente Jesús María Cortés, acusado de
asesinar al periodista conservador Eudoro Galarza Ossa. Entre los contertulios
había consenso de que Gaitán era el mejor penalista de la época y uno
de los más brillantes abogados egresados de la Universidad Nacional, donde se
graduó en 1925.
Ese día, viernes 9 de abril de 1948, los colombianos se despertaron con
los periódicos que informaban sobre la IX Conferencia Internacional de Estados
Americanos, que se celebraba en Bogotá.
El hijo del librero Eliécer Gaitán Otálora y de la profesora Manuela
Ayala Beltrán y del que varios barrios se peleaban su nacimiento -Las Cruces,
Egipto, Girardot- donde lo conocían como ‘Tribuno del pueblo’, por las
denuncias de la masacre de las bananeras, había dormido poco. La audiencia de
su último caso se prolongó hasta las 2:05 de la madrugada. Además, se tardó
casi dos horas más, pues se quedó charlando y tomándose un café. Abrió la
puerta de su residencia a las 4 a. m.
Según relato
del historiador Aníbal Noguera Mendoza, aquella mañana fue fría y de cielo
encapotado. En el Capitolio ondeaban las banderas de los países participantes
en la cumbre, mientras en la plaza de Bolívar se escuchaba el sonido de los
tranvías con su carga de empleados y estudiantes que iban y venían por la Calle
Real.
Para la época,
este era considerado uno de los sistemas de transporte masivo más modernos del
continente, y el encuentro multilateral le daba un aire cosmopolita a la ciudad
a pesar de que apenas rondaba los 600.000 habitantes.
Gaitán llegó a
las 9 a. m. a su despacho. La mañana se le fue volando. Su esposa, Amparo
Jaramillo, con quien tenía su única hija, Gloria, quiso hablar con él, pero la
secretaria, Cecilia González, le informó que estaba conversando en la otra
línea del teléfono. “Tranquila, no lo interrumpa”, le dijo. “Lo llamó más tarde”,
añadió.
En la oficina
406 reinaba la algarabía. Gaitán, con traje gris oscuro a rayas, conversaba
animadamente con Plinio Mendoza Neira, Jorge Padilla, Alejandro Vallejo y Pedro
Eliseo Cruz. El director único del Partido Liberal, el Jefe, y el hombre al que
las multitudes escuchaban con fervor cuando con su inconfundible voz exigía:
“¡A la carga! ¡Contra la oligarquía! ¡Por la restauración moral de la
República!”, les explicaba su teoría sobre el honor militar, argumento central
en su defensa del teniente Cortés.
Cita con Fidel
Antes de ir a
almorzar al hotel Continental, Gaitán le echó un vistazo a su agenda prevista
para esa tarde. Tenía tres compromisos. Uno de ellos con los jóvenes cubanos
Fidel Castro Ruz y Rafael del Pino.
“Estábamos
esperando una reunión con Gaitán a las 2 o 2 y cuarto de la tarde del día 9.
Nos habíamos citado para conversar sobre el Congreso de Juventudes
Latinoamericanas y concretar lo relacionado con el acto que iba a hacer el
final del mismo, en el cual él iba a participar”, le contó años después el
entonces líder de la revolución cubana al escritor Arturo Alape en un
testimonio que este consignó en el documentado y exhaustivo libro ‘El Bogotazo:
memorias del olvido’.
El grupo de
amigos bajó del cuarto piso. En la puerta, Gaitán se adelantó y tomó del brazo
a Mendoza Neira, a quien le dijo en voz baja: “Tengo que hablarte de un
proyecto que nos conviene poner en marcha”. Fueron sus últimas palabras. Tres
de los disparos impactaron a Gaitán. En la cabeza y la espalda. El cuarto
balazo perforó el sombrero de Mendoza Neira, siguió su trayectoria y se clavó en
una pared de la edificación.
Gaitán se
desplomó. Presuroso, Cruz, médico de profesión, se arrodilló ante él. Lo
examinó y gritó: “¡Aún vive, vamos a una clínica!”. En la conmoción alrededor
de ese cuerpo que se desangraba se oía desde todas partes la sentencia
angustiosa: “Mataron a Gaitán”. Empezó a aparecer gente que lloraba alrededor
del charco de sangre, en el que mojaban pañuelos, hundían las manos y se
persignaban con rabia y dolor. “Yo no soy un hombre, soy un pueblo”, solía
declarar con frecuencia el caudillo.
El rostro del asesino
En medio de la
calle, con un revólver 32 corto marca Lechuza en la mano derecha, que en el
mercado negro se compró en 75 pesos, el autor del ataque, Juan Roa Sierra,
contempló la escena durante un instante y emprendió su huida hacia el sur.
“Ninguna mano del pueblo se levantará contra mí, y la oligarquía no me mata
porque sabe que si lo hace, el país se vuelca y las aguas demorarán cincuenta
años en regresar a su nivel normal”, había sentenciado el líder.
Días después,
Alejandro Vallejo, en un artículo en ‘Jornada’, órgano del movimiento
gaitanista, describió al atacante como un hombre “lleno de odio” y de “rostro
pálido, anguloso, algo demacrado” y del que supuso, por su aspecto, “no se
había afeitado durante dos o tres días”. Luego se supo que el matón de vestido
de traje carmelita de paño rayado era natural de Bogotá, nacido el 4 de
noviembre de 1921 y con cédula de ciudadanía número 2750300.
Los
acompañantes de Gaitán detuvieron un taxi. Lo llevaron a la Clínica Central, a
unas cuadras de allí, en la calle 12 entre carreras 4.ª y 5.ª .
Entre tanto,
limpiabotas, voceadores, anónimos transeúntes rodearon casi de inmediato al
autor de los disparos. El dragoneante Carlos Alberto Jiménez Díaz lo
interceptó. “Yo me adelanté con rapidez, sacando el arma; le coloqué mi
revólver sobre uno de sus costados, mientras con la mano izquierda se la pasé
por delante con el fin de desarmarlo cuidándome de no ser agredido. Él alcanzó
a verme el distintivo de la manga izquierda de mi guerrera, y me dijo: ‘No me
mate, mi cabo’ ”, diría después en la reconstrucción de los hechos el policía.
“En el
recorrido que hicimos para buscar algún sitio de refugio no logramos evitar que
varios emboladores le dieran golpes con sus cajones. Y uno de esos golpes, ya
al llegar a la Droguería y Perfumería Granada, que estaba abierta, lo tumbó”,
añadiría.
El boticario
que había salido a curiosear, cuando se dio cuenta de la magnitud del hecho
regresó al local y se encontró con Roa: “Era un hombre muy pequeño y estaba
muerto de miedo. Como la multitud se había agolpado al otro lado de la reja,
buscaba escaparse corriendo hasta el fondo del establecimiento sin hallar
salida alguna”, le relató al joven periodista Plinio Apuleyo Mendoza para un
artículo de la entonces revista ‘Reconquista’.
Un dolor profundo
A esa hora,
1:20 p. m., el mandatario Mariano Ospina Pérez y su esposa, Bertha Hernández, regresaban
tranquilos al Palacio Presidencial tras asistir a la inauguración de la
Exposición Agropecuaria, en cercanías del actual parque de La Florida. Se
sorprendieron cuando el vehículo oficial llegó a la carrera 7.ª con calle 8.ª y
se cruzó con otros carros atiborrados de gente que agitaban banderas.
La plaza de
Bolívar empezaba a llenarse mientras se informaba que grupos de estudiantes e
intelectuales se habían tomado la sede de la Radio Nacional, ubicada en la
calle 26 con carrera 17. Allí se escuchaban las voces de los poetas Jorge
Zalamea y Jorge Gaitán Durán, que exclamaban su tremendo dolor.
Entre tanto,
Cruz trataba de reanimar al caudillo, quien había marcado un punto de inflexión
en su trayectoria al abrazar las ideas socialistas con gran ímpetu. Para muchos
era un hecho que el carismático dirigente, que siempre vestía elegante, sería
elegido presidente. “Gaitán duró vivo o con signos de vida más o menos un
cuarto de hora. Cuando llegó a la clínica estaba prácticamente muerto. No
alcanzó a decir nada: no se le hizo la transfusión de sangre ni pudo iniciarse
ninguna operación quirúrgica”, reconocería vencido el galeno.
El también
médico Yezid Trebert Orozco, quien se encontraba en el quirófano de la clínica,
narró impotente: “Todo esfuerzo fue en vano”. Era la 1:30 p. m.
Por su parte,
varias personas trataban de entrar a la droguería Granada para linchar a Roa.
El vendedor Hernando Albarracín recordaría: “El asesino me agarró a mí de una
manga de la blusa y del pantalón. Lo sacaron hasta la puerta de la droguería y
volvieron a entrarlo, forcejeándolo el público y golpeándolo, cuando vi que
levantaron un objeto y se lo descargaron en la cabeza. Quedó completamente
desgonzado”. Lo tomaron de los pies, lo amarraron con corbatas y lo arrastraron
por la 7.ª hacia el sur. El eco de un grito retumbaba: “Mataron a Gaitán”.
Las personas,
tomándose la cara entre las manos, aterradas, corrían de un lado para otro. En
la memoria colectiva estaba fresca la Marcha del Silencio, convocada por Gaitán
dos meses antes de su asesinato y en la que pronunció, desde un balcón de la
Contraloría Municipal, ante una multitud que colmó la plaza de Bolívar, que en
esos tiempos tenía en su centro pilas de agua pura y cristalina, su discurso
conocido como la ‘Oración por la paz’, que fue memorizado por sus seguidores.
“Señor presidente Mariano Ospina Pérez: Bajo el peso de una honda emoción me
dirijo a vuestra excelencia, interpretando el querer y la voluntad de esta
inmensa multitud que esconde su ardiente corazón, lacerado por tanta
injusticia, bajo un silencio clamoroso, para pedir que haya paz y piedad para
la patria”.
Edificios en llamas
Ahora era diferente. Se
escuchaban gritos. Llantos. Maldiciones. En la Clínica Central, a la 1 y 35 p.
m., los médicos confirmaron que Gaitán ya no tenía pulso. La noticia de su
muerte provocó un dolor general jamás sentido. A las 2 p. m. comenzaron los
saqueos del comercio. Los tranvías empezaron a ser volcados, la muchedumbre les
prendió fuego. De los balcones del edificio de la Gobernación de Cundinamarca
arrojaban muebles, enseres, documentos. Luego, las llamas devorarían el
edificio.
‘Últimas
Noticias’, la estación oficial del gaitanismo, interrumpió su programación:
“Los conservadores y el gobierno de Ospina Pérez acaban de asesinar al doctor
Gaitán, quien cayó frente a la puerta de su oficina abaleado por un policía.
Pueblo, ¡a las armas! ¡A la carga!, a la calle con palos, piedras, escopetas,
cuanto haya a la mano. Asalten las ferreterías y tomen la dinamita, la pólvora,
las herramientas, los machetes...”, gritó su locutor.
Carlos Lleras
Restrepo y el escritor Pedro Gómez Valderrama caminaron presurosos a la Clínica
Central. “La exacerbación crecía por momentos ante la noticia ya conocida de
que el doctor Gaitán acababa de expirar. Naturalmente, se hacían las más
disparatadas propuestas, y de todos los sectores de la ciudad llegaban noticias
de choques y violencias”, contaría después el dirigente liberal.
De manera
apresurada, Darío Echandía –un hombre con una fama bien ganada por su prestigio
moral y político– fue escogido como jefe del Partido Liberal, en reemplazo de
Gaitán. En esa condición se subió a un balcón para pedir prudencia. Sus palabras
se las llevó el viento.
A las 2 y 30 p.
m., camiones llenos de hombres con machetes empezaron a llegar al centro. En el
ambiente se respiraba rabia, indignación. Entre la gritería se escuchó la
consigna de “vengar la muerte del Jefe”, pero nadie sabía bien contra quién ni
contra qué. Muchos vieron en las edificaciones estatales el símbolo de la
agresión. El derribo, ladrillo a ladrillo, de varias de ellas fue implacable.
El cuerpo de Roa Sierra, cubierto apenas con un jirón de sus calzoncillos, fue
arrastrado y arrojado a las puertas de la casa presidencial.
La orden de
disparar
Los 80 soldados
del Batallón Guardia Presidencial, bajo el mando del teniente Silvio Carvajal,
rodearon la residencia del jefe de Estado. La gente lanzaba insultos, pero
nadie se atrevía a atacar a los militares. La turba avanzó, y el oficial dio la
orden de disparar. En las primeras ráfagas cayeron, entre heridos y muertos, 20
personas.
A varias
cuadras de allí avanzaban por la 7.ª con calle 16 varias tanquetas militares
con banderas rojas. Los indignados los aclamaron con fervor porque creían que
ondeaban el símbolo del liberalismo y que venían a forzar la renuncia del
presidente Ospina. Sin embargo, al llegar a la calle 11, uno de los tanques se
detuvo, giró y empezó a disparar a la muchedumbre. Eran las 4 p. m.
Tras haberse
replegado, un grupo de hombres con sombrero, ruana y traje se dirigieron a
Palacio. Ya no solo iban con garlanchas y varillas –que habían vaciado de las
ferreterías–, sino que empuñaban fusiles. Los habían tomado de la Quinta
División de la Policía, situada en la carrera 4.ª con calle 24, en la parte
alta de la ciudad. Sus oficiales se amotinaron y se sumaron a la sublevación.
Pocos recuerdan
a qué hora se oscureció el cielo. La ciudad fue bañada con un fuerte aguacero.
“Era como el diluvio universal”, contaron los testigos a los reporteros de la
época. Se escuchaban los truenos, el sonido de los vidrios que caían, los
disparos, mientras la sangre de centenares de muertos empezaba a correr hacia
las alcantarillas.
Lluvia y trago
Algunas voces
clamaban para tomarse el poder. Otras, en cambio, querían hacerse con cualquier
objeto que hallaran en las vitrinas. Así, mientras unos peleaban otros subían
sobre sus espaldas pianos, refrigeradores, lámparas de bacará, bicicletas,
sofás, mesas de mármol, cuadros, alfombras.
En la edición
de EL TIEMPO que informó sobre lo ocurrido se dio este parte: “Bogotá está en
llamas. Calculamos que se vieron afectadas unas 52 manzanas del centro de la
ciudad, 30 de las cuales sufrieron daños considerables”. Además, lacónicamente,
este diario tituló: ‘Es incierto el futuro del tranvía’.
Como a la
deriva quedó la sociedad. “Ese día murió una ilusión, se frustró la aspiración
de millones de personas de ver un cambio real y profundo en sus vidas y en el
destino político del país. El fantasma de Gaitán nos perseguirá para
recordarnos que su asesinato es la tragedia colectiva más dolorosa en la
historia reciente de Colombia, una herida que sigue abierta”, reflexiona el
docente e investigador Carlos Castelblanco.
En efecto.
Mientras las voces más sólidas de la izquierda –Gerardo Molina, Diego Montaña
Cuéllar– intentaban formar una junta revolucionaria que tomara el poder, las
masas asaltaban los expendios de licores. Los cronistas estiman que nunca antes
en una sola jornada en la ciudad se bebió tanta chicha, cerveza y trago
importado.
Paradójicamente,
esto sirvió –concluirían los historiadores– para sofocar la revuelta. El
Gobierno aprovechó que muchos cayeron de la borrachera. Otros, en cambio, con
el tiempo se alzaron en armas y se fueron para las selvas y montañas a fundar
las guerrillas liberales, que después serían el germen de las Farc.
Tras el
asesinato de Gaitán, la violencia política alcanzó su máximo nivel de
radicalización. “La confrontación política bipartidista se degradó a tal punto
que las agrupaciones armadas cometieron masacres, actos violentos con sevicia,
crímenes sexuales, despojo de bienes y otros hechos violentos con los cuales
castigaban al adversario”, señala el Centro Nacional de Memoria Histórica en su
Informe ‘Basta ya’. Se estima que murieron 300.000 colombianos.
¿Por qué el
crimen con tres disparos contra ese hombre partió en dos la historia del siglo
XX en Colombia? “Pues porque su muerte recrudeció la exclusión y persecución política
del contrario e hizo patente la crisis de legitimidad del Estado”, relató Jorge
Serpa Erazo, escritor e historiador.
Por su parte,
Hernando Vega Escobar, redactor de EL TIEMPO y amigo muy cercano de Gaitán,
recordaría para toda su vida la respuesta que este le dio poco antes de aquel 9
de abril, cuando le dijo que se cuidara más y no anduviera tan solo:
“Tranquilízate, hombre: ¿te imaginas la que aquí se arma el día en que a mí me
pase algo?”.
Video
Actividad
En el siguiente link vas a encontrar la actividad sobre Asesinato Jorge Eliecer Gaitan Actividad sobre el asesinato de Jorge Gaitán
Referencia
Autor Casa Tiempo
Título del artículo: Así fue el
asesinato de Gaitán, el magnicidio que cambió a Colombia
Título de la página: El Tiempo
URL: https://www.eltiempo.com/politica/partidos-politicos/jorge-eliecer-gaitan-consecuencias-del-asesinato-del-liberal-el-9-de-abril-202430